Estábamos Juan, Lucas y yo en el salón y acabamos divagando y reflexionando sobre la identidad: gran tema filosófico o interesante cuanto menos. ¿Quiénes somos?
Con la ironía y la broma, acabamos por cambiarnos los nombres. Ahora Juan es Luís, Lucas es Guille y Alberto (yo) es Leo.
Es sorprendente cómo algo tan simple y a priori, contingente, un nombre, puede determinar tanto el mundo propio y el externo. El mundo del individuo en definitiva.
No pasó un minuto y las palabras raro, drogado, joder o extraño aparecieron. En primer lugar porque nuestra nueva identidad era, por una parte un ser cualitativo que nace de las cenizas de la identidad anterior; y por otra gran parte, una carcasa insusa. Pero cuando aparece un vocativo que acusa al sujeto otro como otro que no es él, sino un nuevo él, hay, en suma, doce extraños. Hay tres individuos que se extrañan de sí mismos, es decir, los antiguos de los nuevos. Y tales tres sí mismos que se extrañan de sí, es decir, los nuevos de su propia novedad. Por último, cada uno se extraña de los dos otros cuerpos vacuos, dos por cada uno, o sea séis. Doce identidades conviven en el salón y se dan cuenta de que es difícil. Dieciocho si contamos seis nuevos extrañamientos que se dan en los antiguos unos respecto de los dos otros, que ya si son los nuevos otros o viejos otros serían seis más. Digamos que veinticuatro o mucha gente, en gran parte vacía, existe de por medio y entorpece todo.
No pasan unos minutos más y aunque hay risas y una experiencia sin igual, Luís quiere dejar de jugar.
Por ahora, un nombre no es sólo una palabra, es el espejo de un sujeto que, aunque sabemos que no es idéntico a la palabra, sin ella el sujeto siente que se hunde. Tal vez por eso, recordando lo que dijo Guille, la gente se enfada tanto cuando se equivocan con su nombre, porque nadie quiere desaparecer escuchando el sonido de un espejo roto, y entonces dicen sin vacilar: "Yo no soy eso".
IX-2021
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